
¿Te ha pasado que comes como si no hubiera un mañana, te prometes que no puedes ni un bocado más… y cuando llega el postre, mágicamente te cabe? No estás loco. Bueno, la explicación ha llegado y no tenemos dos estómagos. Bueno, sí… pero el segundo no está en la barriga, sino en nuestro ¡cerebro!
Un grupo de investigadores del Instituto Max Planck descubrió lo que muchos sospechaban desde la infancia: hay algo muy especial en los postres. Y no, no es solo el sabor ni la presentación, sino cómo el cerebro reacciona a ellos, incluso cuando ya estás al tope de comida.
Todo comienza con unas neuronas llamadas POMC, que viven en el hipotálamo (una región clave del cerebro). Estas neuronas son como el sensor de “estás lleno, deja de comer”. Liberan señales que apagan el apetito… pero solo hasta que aparece algo dulce. Porque cuando el azúcar entra en escena, estas mismas neuronas hacen algo curioso: activan la producción de β-endorfina, un compuesto relacionado con el placer que le dice al cerebro “¡Olvídalo, necesitamos ese postre!”.
Y no eres solo tú. En este estudio, incluso los ratones —que no tienen idea de lo que es una tarta de limón— dejaron de lado su comida alta en grasa y proteína para ir directo a un dulce. Aunque ya estaban saciados, su cerebro desbloqueó ese “espacio mágico“ solo para lo dulce.
¿La razón? Evolución. Hace miles de años, encontrar azúcar era raro y valioso, así que nuestros cerebros se adaptaron para aprovecharlo cada vez que podían. El problema es que hoy el azúcar está en todas partes, y ese viejo instinto puede jugar en contra.
La buena noticia es que entender este “truco cerebral” podría ayudar a tratar problemas como la obesidad. En los experimentos, al bloquear esa producción de endorfinas, los ratones simplemente perdían el interés por el dulce.
En resumen: sí, el estómago del postre si existe… pero no está bajo tus costillas. Está entre tus orejas, y es más emocional que físico. ¿Increíble? Mucho. ¿Peligroso? sólo debemos tener más conciencia, digamos que echarle cabeza.
Así que la próxima vez que digas “¡no puedo más!… bueno, tal vez un brownie”, ya sabes a quién culpar: a tu dulce, dulce cerebro.