En una esquina cualquiera de Buenos Aires, Argentina algo poco común ocurre cada día: huele a guiso casero, suena música tranquila y se respira calidez. Pero lo que más se nota es que las manos que cocinan no son jóvenes, y eso no es un error: es la esencia de “Las nonas, Petrona y Ramona”.

Débora y Diego, una pareja de Tucumán, llegaron a la capital con lo justo, un embarazo en camino y muchas ganas de salir adelante. En medio de la incertidumbre, encontraron en la cocina no solo una fuente de ingresos, sino una forma de resistir. Comenzaron vendiendo empanadas y con el tiempo abrieron su primer local, “Abuela Maruca”. Pero no se quedaron ahí. Querían algo más grande, más significativo.

Así nació su actual restaurante, cuyo nombre es un homenaje a sus abuelas. Pero lo que lo hace realmente especial no es solo la comida —abundante, casera, llena de sabor a hogar— sino quiénes la preparan: todas personas jubiladasAbuelas y abuelos que, en vez de quedarse sin opciones, encontraron en este lugar una nueva razón para madrugar, una comunidad que los valora, y sobre todo, una segunda oportunidad.

No fue una decisión al azar. Tras probar con personal más joven que no terminaba de comprometerse, Débora apostó por lo que muchos ignoran: la sabiduría de la experiencia. Y no se equivocó. “Las nonas”no solo cocinan: abrazan, aconsejan, ríen, enseñan. Mónica, por ejemplo, se levanta a las 4:30 a. m. para llegar desde González Catán, con la misma energía con la que luego abraza a sus 11 nietos al volver a casa. Es que trabajar acá no es solo un empleo, es pertenecer.

Este restaurante es la prueba de que lo humano puede ser el corazón de un emprendimiento. De que no hace falta inventar algo nuevo para cambiar el mundo, a veces basta con mirar a quien la sociedad ya no ve. Y apostar por ellos.

Porque nunca es tarde para empezar de nuevo. Ni para cocinar con amor.